MEUM DELIRIE

Apreté, el uno contra el otro, mis puños mientras doblaba los brazos y metía la cabeza entre ellos. Luego me arrodillé y una vez fui un bulto compacto y amorfo me transformé en un coche de carreras, entonces empecé a correr sin dirección, descontrolado, joven y con furia. Correr por correr, muy rápido y sin descanso hasta que el asfalto me empezó a hacer daño en la tripa, fue ahí cuando extendí los brazos y las piernas y luego las manos y al final de todo mis dedos. Traté de separar cada punto cardinal que eran mis extremidades lo máximo posible las unas de las otras para luego unir mis manos en un gesto como rezándole al cielo, entonces, de repente fui un velero con la tripa rasgada en remojo y de nuevo a la deriva a merced de una coriente vagabunda. Navegué no sé cuánto ni hacia donde manteniendo la respiración y notando mi pelo coquetear con el va y ven de las olas suaves y cuando tuve frío y empecé a tiritar vacié mis pulmones para hundirme hasta el fondo. Una vez allí tomé tanto impulso contra el coral que salí disparado hacia arriba volviéndome cohete como quien no quiere la cosa y subí y subí e ingrávido comencé a trazar una trayectoria elíptica en torno a las strellas que más brillaban. No me cegaban pero me provocaron algo de dolor de cabeza y cuando me canse de bailar el tango en la estratosfera me tiré un pedo y me volví zepelín y fui disminuyendo, mejor dicho, bajando, poco a poco a tierra jugando con las corrientes de aire caliente que se me colaban por el cuello del jersey. Aproveché de paso para ver desde arriba glaciares y desiertos y ciudades (tan iluminadas que esas sí que cegaban) que son hormigueros desorganizados.
Y después de zepelín fui otras muchas cosas. Aquella noche fui, de hecho, todas las cosas, por eso cuando miré el espejo, en mi reflejo no ví rastro alguno de un hombre.