15 jun 2012

LONDON CALLING

...De cuando nos fuimos a Inglaterra en barco
fotos: ceci/yo (yo: legi)  
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 El amanecer en Londres pasa más desapercibido que en cualquier otro sitio porque la niebla devora con un aliento difuso las primeras luces del día envolviéndolo todo como el humo de un cigarro y como el ajetreo y el ruido no cesan, esa fina frontera que separa la vida del silencio nocturno jamás llega a romperse. 
Después de que el tío del hostal nos sirviera de mala gana el café más insípido del mundo, parecía una taza de Támesis en una madrugada sin luna, decidimos pasar de la lluvia y salir a ver que se cocía. 
 El metro de Londres es una especie de madriguera laberíntica decorada con anuncios de perfume por las paredes. El chorro de gente no cesa. Es fluido y constante, como las notas de jazz que lanzan al aire los músicos del pasillo. Nadie conoce a nadie. Nadie habla con nadie. Cada uno va inmerso en un pequeño mundo delimitado por la pantalla de su móvil mientras el traqueteo de la vía y el vaivén de cabezas arañan otra milla oscura bajo la falda de la ciudad de la reina. 
A fuera sigue lloviendo y cualquier garito nos parece un buen refugio. Decidimos no volver a probar suerte con otro café y aseguramos con una cerveza. Junto a nosotros un tío de unos cuarenta se cree guapo porque las chicas de enfrente no dejan de sonreírle. El pobre hojea satisfecho su “Times” ignorando que ha hincado la punta de su nariz en su jarra espumosa.
La luz cálida de la bombilla contrasta con el tono descarnado y gris de la calle. Aquí adentro la gente bebe sin sed y sin prisa. Aprovecho para pasar a papel toda esta mierda que he venido escribiendo mentalmente mientras Edu y Ceci discuten, a contraluz, hasta qué punto Camden ha perdido su esencia. Sus siluetas, pesadas y lentas, parecen el atrezzo de una película que se rodase en el exterior del bar, donde otras siluetas se mueven como animales que huyen del fuego, ya sea porque llegan tarde o porque se han olvidado el paraguas.
 Un chaval con jersey de lana roído y la lija de su patín chorreando ha mordido el anzuelo y vuelca en su taza el quinto sobre de azúcar: la tarde y el café no le saben a nada.
Mientras, mi abrigo, más oscuro y pesado que cuando salí del hostal, ya ha formado un pequeño charco a sus pies tan descolorido como el cielo.

 

II

A través de una ventana empañada el mundo parece un rincón aislado y sin nitidez. No apetece salir, y menos ir a la playa. Si por mi fuera me pasaría el día organizando carreras entre las gotas de agua que se escurren por el cristal.
Al rato, como obligados por un sentimiento de culpa, terminamos de calzarnos los escarpines en silencio y salimos creyéndonos la ostia por haber venido hasta aquí arriba desafiando borrascas y frío, pero cuando llegamos a la orilla nos comemos con patatas nuestra testosterona al ver cómo una niña ha convencido a su abuelo para que se bañe junto a ella en calzoncillos.
Gentes rudas en una costa ruda donde olas de aguas oscuras mueren en orillas de arena oscura y el mar se da de cabezazos contra un sin fin de acantilados cortados a escuadra y cartabón en un acto de maravillosa violencia primitiva.
Un par de locales con una barba esparcida a desgana entre de las arrugas de su cara nos indica que “unas millas al sur hay más movimiento de tablas”. Por el momento decidimos apurar un rato más el baño. Las olas son cerronas pero llevan la suficiente fuerza como para pegar alguna voladilla. Hay una corriente en el margen izquierdo que facilita la remontada y solo somos cuatro en el agua, sin contar una foca que se ha acercado en busca de algo que llevarse a la boca. La ola muere al final de una especie de embarcadero sembrado de algas y con un montón de rocas al fondo. Es un sitio muy fotogénico y de vez en cuando, a través del valle, se cuela un rayo de sol que la espalda agradece tanto como el abrazo del mejor de los amigos. Nos sentimos como en casa.



III

A estas alturas ya hemos debido estornudar unos quinientos millones veces. Aún así preferimos convivir con gérmenes antes que abrir la ventana y que esto se convierta en una furgo de helados. Aprovechamos el vaho que desprende la pasta para calentarnos las manos. Una tenue luz pinta a carboncillo el desorden de nuestra habitación mientras cada uno mastica en silencio un remordimiento secreto por no haber elegido un destino más agradable. Afuera los trajes hondean como banderas.
La zona rural y costera poco tiene que ver con la ciudad. Aquí  no hay vías sino estrechos caminos embarrados con un asfalto quebrado y resbaladizo (en el mejor de los casos) y los únicos túneles que encontramos son los árboles que han cedido al viento y se acuestan sobre la carretera formando pequeñas cuevas. El paisaje es como un boceto trazado a mano por alguien que tirita de frío, repleto de curvas aleatorias y coloreado por mil prados húmedos, charcos y un cielo en escala de grises. Inglaterra es Asturias pero sin montañas.
Cuando llegamos a esa playa del sur nos encontramos un arenal inmenso y acorralado, una vez más, por una niebla que parece venir de serie con el lugar. El tipo de ola es muy similar a las que tenemos por el norte: algunas cierran y otras no. Suerte.
A pesar del mal tiempo hay un montón de gente paseando y merendando en la arena. Esta gente ha aprendido a convivir con la bruma y el frío porque si huyese de ellos no saldría de casa durante trescientos días al año. Y es que en Gran Bretaña las horas y los días de invierno transcurren lentísimos y se aferran al reloj, pegajosos, como el musgo que invade las aceras y los tejados de pizarra.



IV 
En Londres hay dos tipos de gente: la que lleva una cámara y la que no. Da igual a que grupo pertenezcas y la agenda que ocupe tu día, a eso de la una todo el mundo se reúne en los parques para comer al aire libre. Es una especie de rutina o acto social inquebrantable en el que participan desde ejecutivos encorbatados a japoneses sonrientes e invadidos por cables o jipis que aparcan el diábolo el tiempo que dura un sándwich de huevo y cus cús.
He llegado a la conclusión de que podría irme hasta la otra punta de la ciudad sin tocar el suelo, sirviéndome únicamente de los techos de los autobuses rojos a modo de lianas. Esos dinosaurios de hierro rojo lo invaden todo, como las cabinas de teléfono en las que los turistas nos agolpamos como idiotas con el teléfono descolgado fingiendo hablar con alguien. Son las cabinas donde menos se habla y, sin embargo, las más rentables. Los ingleses saben explotar sus clichés de postal.
Alejándonos un poco del centro, los edificios van perdiendo su glamour neoclásico y comienzan a abundar las fachadas de ladrillo naranja, antaño fábricas de tornillos o carboneras, actualmente lujosos lofts de diseñadores que visten de negro.
Esta zona del extra radio es un collage de gentes y culturas, cada uno con sus vestimentas y su tono de piel. Es como el punto de encuentro en el que confluyen vientos de los cuatro puntos cardinales y en el que cada uno arrastra consigo un trocito del mundo del que proviene.
Nos llama la atención toda la cultura del mercado de segunda mano. Cada cuatro pasos te encuentras con una tienda o mercadillo más pintoresco que el anterior. Es imposible no detenerse ante tal cantidad de rarezas. Más que escaparates, parecen pequeñas herencias dispuestas tras una vitrina. En España tus pertenencias mueren contigo o en la basura, aquí, sin embargo la gente recicla constantemente sus cosas, ya sean discos, libros o camisetas, lo que favorece un tráfico enriquecedor, variopinto y barato con el consecuente aumento de freaks en las calles.
Es guay saber que, probablemente, sobre estas aceras, los Clash se hayan sentado a fumar un pitillo mientras observaban las nubes.



Todo es relativo menos el tamaño del mar. El mar es algo solamente comparable al cielo: ambos comparten edad y color. Sin mar no hay vida. Lo que para mi es gigante, como el barco que nos lleva de vuelta a casa, para el mar es algo tan ridículo como una simple nuez de hierro con la que jugar a su antojo.
Dejo a Edu y a Ceci viendo las tortugas Ninja 2, buena mierda ochentena, y decido salir del camarote a tomar un poco el aire. Los pasillos son estrechos y me zarandeo de un lado a otro. De vez en cuando me cruzo con algún inglés mal humorado que vuelve a su camarote maldiciendo en voz baja a por más dinero. Otros están de buen humor, han tenido más suerte en el bingo y lo celebran en el bar con cerveza y pastel de queso. Si en vez de agua estuviésemos rodeados de arena, esto sería Las Vegas.
A fuera un aire helado se cuela a través de los botones de mi abrigo mientras asumo que tan solo soy un insecto. Por muy grande que me crea, solo soy un insecto. Y de repente me invade un miedo absurdo a yo que se qué y me aferro con fuerza a la barandilla y así me quedo un buen rato, tratando de distinguir la línea que separa el cielo del mar. La proa del barco se hunde como una cuchilla en su superficie causándole una herida que sangra espuma, pero al cabo de unos cien metros ya no queda rastro alguno. El mar es fuerte y sus heridas cicatrizan rápido. Me vuelvo adentro. No hay mucho más que hacer o pensar en medio de tanta nada.
Las voces, los estornudos y el ruido de las monedas al caer me devuelven a un mundo mucho más cotidiano. Las risas en el bar se vuelven desmedidas a partir de la tercera cerveza y éstos siguen acurrucados entre mantas: Will Smith ha hecho un pacto con el diablo y no envejece. Pasa el rato y se nos acaba la batería del ordenador y los temas de conversación. De repente suena la sirena que anuncia tierra. Ver tierra nos tranquiliza porque ya vuelve a haber horizonte y con él, la inmensidad adquiere de nuevo una escala finita, humana, relativa.
Se está haciendo de noche y mientras en el camarote el grupo bosteza, fuera, sobre las olas, miles de estrellas se reflejan inquietas.  

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