Ya llevaba un buen rato caminando sin saber hacia donde.
Me limitaba a seguir al de delante. Tenía la cabeza en otro sitio. Mejor.
Una lluvia fina, de esas que empapa sin apenas darte cuenta, caía incesante sobre nosotros como un mar de dardos. Teníamos las botas embarradas y podres, y los calcetines de lana, ahora húmedos como la boca de un león hambriento, habían cogido tanto peso que cada zancada era un penoso infinito.
Al principio notaba las gotas frías escurrírseme por la espalda y me estremecía. Ahora la camisa se me había pegado a la piel de tal manera que ya ninguna gota me alteraba.
Llevamos días caminando sin comer y sin hablar. Tengo heridas en los pies y el aliento me huele a mierda.
La mano que sujeta el fusil está agrietada a causa de la humedad y el frío y es tal la cantidad de barro que nos cae con la lluvia que me pica todo el cuerpo hasta el último rincón. Tengo ganas de rajarme el pecho con las uñas, que más bien parecen garras de una bestia salvaje.
Intento pensar en otras cosas, en otro mundo, pero no soy capaz. Solo se me viene a la mente el color negro y unos ruidos confusos y lejanos que no se parecen a nada que haya escuchado jamás en toda mi vida.
Cuando pienso en mi padre, se me viene a la cabeza un roble sacudido por el viento con un caballo debajo. Es un buen ejemplar. Oscuro y con una piel brillante y aterciopelada. Mueve la cola con suavidad y me mira desde la distancia pero no mantiene la mirada demasiado tiempo. De repente, la espesa copa del roble deja de moverse y de ella comienzan a caer todo tipo de elementos geométricos tallados en cristal punzante y así, el pobre caballo, muere acribillado bajo ese diluvio matemático y letal.
Ese es mi padre.
Mi madre es el color azul. Es una nube difusa que varía de forma y tamaño. De la que brotan rayos y cuyo olor me recuerda a los pasteles de queso que me comía de niño. La nube cada vez se hace más y más grande y acaba por cubrir todo el cielo, que, en consecuencia, está nublado pero a la vez es azul.
Mi madre es la imposibilidad práctica de una simbiosis de opuestos. Es una paradoja. La visión de mi madre me atormenta más que la gruesa capa de lodo que cubre mi cuerpo encorvado.
No tengo novia ni se lo que es amar pero aún así me entra una nostalgia terrible y comienzo a llorar en silencio. Son sollozos de marica que pasan inadvertidos en nuestro patético vals de retirada. Y sin saber cómo, quizás para distraerme el alma cansada, miro hacia arriba y luego hacia abajo y comienzo a descargar todas las balas convirtiéndome en una especie de vórtice devorador. Dibujo circunferencias con mi cañón humeante y oigo gritos apagados por delante y por detrás mientras la nube, los caballos y la lluvia desaparecen. Y entonces, cuando el negro se ha apoderado de todo y ya no queda más que el negro, veo como a algunas balas se las traga el barro y a otras se las traga la carne.
22 dic 2011
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