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Pasado un buen rato retiré las sábanas hacia atrás, abrí la ventana y me fui al salón. Allí comí, vi la tele, dormí la siesta y me pasé el día como un auténtico vegetal sin salir de casa ni hablar con nadie.
A eso de las ocho y media, cuando el sol ya era como una galleta de María, volví a mi habitación, ahora fresca y aireada y sin rastro de olor a sueño. Las sábanas estaban frías y suaves y su tacto en mis pies me hacía sentir tranquilo. Me tiré un rato mirando el techo, triste y luego me puse a leer. Cuando iba por la página 349 una cuchara salió de entre las sábanas. Su cascarón de betún contrastaba feroz con el blanco que le rodeaba. Era brillante la muy cabrona y se movía despacio con sus mil patas peludas. Tanteaba el camino con las pinzas que tenia ante el agujero de su boca (quizás iba recolectando motas de polvo o trocitos de piel muerta que se me habían ido desprendiendo) y sus antenas parecían radares dando vueltas. Yo dejé de leer para mirarla mientras comenzaba a trepar por mi pecho.
Me invadía un asco terrible y me daban ganas de destriparla apretando su abdomen inflado pero una fuerza extraña me impedía moverme. Era como si me hubiesen inyectado un veneno paralizante. El caso es que la muy zorra continuaba su ascensión y ya casi estaba a la altura de la garganta. Entonces ocurrió que, sin saber por qué, abrí la boca ofreciéndole mi propio cuerpo como madriguera.
La imagen de la cucaracha arrastrándose pausadamente sobre mi lengua me aterraba pero yo seguía invadido por una extraña fuerza que me inducía a comportarme de forma opuesta a la deseada.
Al principio se mostró cautelosa o reacia al entrar pero pronto la calidez que desprendía mi aliento la animó a dar el primer paso. El tacto de sus patas me hacía cosquillas en el labio inferior, eran como decenas de deditos de bebé tratando de sujetar algo resbaladizo. No sabía a nada.
Una vez en mi boca la cucaracha se detuvo y se acomodó sobre la lengua quizás inspeccionando su nueva habitación, porque no noté más movimiento que el de sus antenas al chocar contra mi paladar. Yo permanecía inmóvil, aún con la página 349 entre mis dedos, tumbado y tratando de ver en vano lo que ocurría ahí adentro. Fue entonces cuando de nuevo noté movimiento: la cucaracha se daba la vuelta. Orientó su cabeza hacia la salida de mi boca y se asomó para mirarme a los ojos y después decirme: No te esperes nada de ellos. Todos son un espejimo.
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