EDGAR Y EL MAR

A Edgar le parieron en un barco.
De su padre aprendió a querer el mar porque le daba de comer y le mantenía en movimiento constantemente. "El mar está vivo, como tú y como yo. No lo olvides" le decía mientras Edgar admiraba la firmeza con la que cogía el timón.
Siempre navegaban por las aguas del norte, crudas, severas, feroces. La carne de los peces aportaban más energía, quizás por eso Edgar no tenía problema en saltar por la borda y bañarse bajo unas condiciones en las que yo me frotaría las manos para devolverles la vida y la sangre.
A diferencia del resto, la inmensidad del oceano no le hacía sentirse pequeño porque no conocía otras cosas con las que compararlo y por tanto carecía de escalas.
Jugaba como si nada con unas olas enormes que siempre acababan trayéndole un cabo al que aferrarse, por eso nunca las llegó a temer.
Cuando cumplió veinte años, pidió como regalo poner pie en tierra firme aunque solo fuese un día.
Perdió el equilibrio al contacto con las rocas porque nunca había estado parado y por una vez el horizonte se perdía en el mar en vez de ser éste una franja de costa lejana. Cuando descendió a la paya vió horrorizado un mar en calma, sosegado, Muerto. Corrió por eso hacia él como enloquecido y triste, envuelto en lágrimas y un llanto que hizo girar las cabezas que quienes estaban allí.
Edgar comenzó a batir brazos y piernas para tratar de resucitar al mar. Se batió salvajemente y sus alaridos parecieron reanimarlo a base de pequeñas espumas y dubujos salpicados en su lisa superficie, pero solo le duró la vida al mar lo que las fuerzas a Edgar, ya que en cuanto se hundió ante la impasividad de una gente que no daba crédito, volvió aquel a sumirse en un estático letargo que reflejaba dos muertes en sus aguas de cristal dormido.