...De cuando nos fuimos a Inglaterra en barco
fotos: ceci/yo (yo: legi)
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I
El amanecer en Londres pasa más desapercibido que en cualquier otro sitio porque la niebla devora con un aliento difuso las primeras luces del día envolviéndolo todo como el humo de un cigarro y como el ajetreo y el ruido no cesan, esa fina frontera que separa la vida del silencio nocturno jamás llega a romperse.
Después de que el tío del hostal nos sirviera de mala gana el café más insípido del mundo, parecía una taza de Támesis en una madrugada sin luna, decidimos pasar de la lluvia y salir a ver que se cocía.
El metro de Londres es una especie de madriguera laberíntica decorada con anuncios de perfume por las paredes. El chorro de gente no cesa. Es fluido y constante, como las notas de jazz que lanzan al aire los músicos del pasillo. Nadie conoce a nadie. Nadie habla con nadie. Cada uno va inmerso en un pequeño mundo delimitado por la pantalla de su móvil mientras el traqueteo de la vía y el vaivén de cabezas arañan otra milla oscura bajo la falda de la ciudad de la reina.
A fuera sigue lloviendo y cualquier garito nos parece un buen refugio. Decidimos no volver a probar suerte con otro café y aseguramos con una cerveza. Junto a nosotros un tío de unos cuarenta se cree guapo porque las chicas de enfrente no dejan de sonreírle. El pobre hojea satisfecho su “Times” ignorando que ha hincado la punta de su nariz en su jarra espumosa.
La luz cálida de la bombilla contrasta con el tono descarnado y gris de la calle. Aquí adentro la gente bebe sin sed y sin prisa. Aprovecho para pasar a papel toda esta mierda que he venido escribiendo mentalmente mientras Edu y Ceci discuten, a contraluz, hasta qué punto Camden ha perdido su esencia. Sus siluetas, pesadas y lentas, parecen el atrezzo de una película que se rodase en el exterior del bar, donde otras siluetas se mueven como animales que huyen del fuego, ya sea porque llegan tarde o porque se han olvidado el paraguas.
Un chaval con jersey de lana roído y la lija de su patín chorreando ha mordido el anzuelo y vuelca en su taza el quinto sobre de azúcar: la tarde y el café no le saben a nada.
Mientras, mi abrigo, más oscuro y pesado que cuando salí del hostal, ya ha formado un pequeño charco a sus pies tan descolorido como el cielo.
La luz cálida de la bombilla contrasta con el tono descarnado y gris de la calle. Aquí adentro la gente bebe sin sed y sin prisa. Aprovecho para pasar a papel toda esta mierda que he venido escribiendo mentalmente mientras Edu y Ceci discuten, a contraluz, hasta qué punto Camden ha perdido su esencia. Sus siluetas, pesadas y lentas, parecen el atrezzo de una película que se rodase en el exterior del bar, donde otras siluetas se mueven como animales que huyen del fuego, ya sea porque llegan tarde o porque se han olvidado el paraguas.
Un chaval con jersey de lana roído y la lija de su patín chorreando ha mordido el anzuelo y vuelca en su taza el quinto sobre de azúcar: la tarde y el café no le saben a nada.
Mientras, mi abrigo, más oscuro y pesado que cuando salí del hostal, ya ha formado un pequeño charco a sus pies tan descolorido como el cielo.
II
A través de una ventana empañada el mundo parece un rincón
aislado y sin nitidez. No apetece salir, y menos ir a la playa. Si por mi fuera
me pasaría el día organizando carreras entre las gotas de agua que se escurren
por el cristal.
Al rato, como obligados por un sentimiento de culpa,
terminamos de calzarnos los escarpines en silencio y salimos creyéndonos la
ostia por haber venido hasta aquí arriba desafiando borrascas y frío, pero
cuando llegamos a la orilla nos comemos con patatas nuestra testosterona al ver
cómo una niña ha convencido a su abuelo para que se bañe junto a ella en calzoncillos.
Gentes rudas en una costa ruda donde olas de aguas oscuras
mueren en orillas de arena oscura y el mar se da de cabezazos contra un sin fin
de acantilados cortados a escuadra y cartabón en un acto de maravillosa
violencia primitiva.
Un par de locales con una barba esparcida a desgana entre de
las arrugas de su cara nos indica que “unas millas al sur hay más movimiento de
tablas”. Por el momento decidimos apurar un rato más el baño. Las olas son
cerronas pero llevan la suficiente fuerza como para pegar alguna voladilla. Hay
una corriente en el margen izquierdo que facilita la remontada y solo somos
cuatro en el agua, sin contar una foca que se ha acercado en busca de algo que
llevarse a la boca. La ola muere al final de una especie de embarcadero sembrado
de algas y con un montón de rocas al fondo. Es un sitio muy fotogénico y de vez
en cuando, a través del valle, se cuela un rayo de sol que la espalda agradece
tanto como el abrazo del mejor de los amigos. Nos sentimos como en casa.
III
A estas alturas ya hemos debido estornudar unos quinientos
millones veces. Aún así preferimos convivir con gérmenes antes que abrir la
ventana y que esto se convierta en una furgo de helados. Aprovechamos el vaho
que desprende la pasta para calentarnos las manos. Una tenue luz pinta a
carboncillo el desorden de nuestra habitación mientras cada uno mastica en
silencio un remordimiento secreto por no haber elegido un destino más
agradable. Afuera los trajes hondean como banderas.
La zona rural y costera poco tiene que ver con la ciudad.
Aquí no hay vías sino estrechos caminos
embarrados con un asfalto quebrado y resbaladizo (en el mejor de los casos) y
los únicos túneles que encontramos son los árboles que han cedido al viento y
se acuestan sobre la carretera formando pequeñas cuevas. El paisaje es como un
boceto trazado a mano por alguien que tirita de frío, repleto de curvas
aleatorias y coloreado por mil prados húmedos, charcos y un cielo en escala de
grises. Inglaterra es Asturias pero sin montañas.
Cuando llegamos a esa playa del sur nos encontramos un
arenal inmenso y acorralado, una vez más, por una niebla que parece venir de
serie con el lugar. El tipo de ola es muy similar a las que tenemos por el
norte: algunas cierran y otras no. Suerte.
A pesar del mal tiempo hay un montón de gente paseando y
merendando en la arena. Esta gente ha aprendido a convivir con la bruma y el
frío porque si huyese de ellos no saldría de casa durante trescientos días al
año. Y es que en Gran Bretaña las horas y los días de invierno transcurren
lentísimos y se aferran al reloj, pegajosos, como el musgo que invade las
aceras y los tejados de pizarra.
IV
En Londres hay dos tipos de gente: la que lleva una cámara y
la que no. Da igual a que grupo pertenezcas y la agenda que ocupe tu día, a eso
de la una todo el mundo se reúne en los parques para comer al aire libre. Es
una especie de rutina o acto social inquebrantable en el que participan desde
ejecutivos encorbatados a japoneses sonrientes e invadidos por cables o jipis
que aparcan el diábolo el tiempo que dura un sándwich de huevo y cus cús.
He llegado a la conclusión de que podría irme hasta la otra
punta de la ciudad sin tocar el suelo, sirviéndome únicamente de los techos de
los autobuses rojos a modo de lianas. Esos dinosaurios de hierro rojo lo
invaden todo, como las cabinas de teléfono en las que los turistas nos
agolpamos como idiotas con el teléfono descolgado fingiendo hablar con alguien.
Son las cabinas donde menos se habla y, sin embargo, las más rentables. Los ingleses
saben explotar sus clichés de postal.
Alejándonos un poco del centro, los edificios van perdiendo su
glamour neoclásico y comienzan a abundar las fachadas de ladrillo naranja,
antaño fábricas de tornillos o carboneras, actualmente lujosos lofts de
diseñadores que visten de negro.
Esta zona del extra radio es un collage de gentes y culturas,
cada uno con sus vestimentas y su tono de piel. Es como el punto de encuentro
en el que confluyen vientos de los cuatro puntos cardinales y en el que cada
uno arrastra consigo un trocito del mundo del que proviene.
Nos llama la atención toda la cultura del mercado de segunda
mano. Cada cuatro pasos te encuentras con una tienda o mercadillo más
pintoresco que el anterior. Es imposible no detenerse ante tal cantidad de
rarezas. Más que escaparates, parecen pequeñas herencias dispuestas tras una
vitrina. En España tus pertenencias mueren contigo o en la basura, aquí, sin
embargo la gente recicla constantemente sus cosas, ya sean discos, libros o
camisetas, lo que favorece un tráfico enriquecedor, variopinto y barato con el
consecuente aumento de freaks en las calles.
Es guay saber que, probablemente, sobre estas aceras, los
Clash se hayan sentado a fumar un pitillo mientras observaban las nubes.
V
Todo es relativo menos el tamaño del mar. El mar es algo
solamente comparable al cielo: ambos comparten edad y color. Sin mar no hay
vida. Lo que para mi es gigante, como el barco que nos lleva de vuelta a casa,
para el mar es algo tan ridículo como una simple nuez de hierro con la que
jugar a su antojo.
Dejo a Edu y a Ceci viendo las tortugas Ninja 2, buena
mierda ochentena, y decido salir del camarote a tomar un poco el aire. Los
pasillos son estrechos y me zarandeo de un lado a otro. De vez en cuando me
cruzo con algún inglés mal humorado que vuelve a su camarote maldiciendo en voz
baja a por más dinero. Otros están de buen humor, han tenido más suerte en el
bingo y lo celebran en el bar con cerveza y pastel de queso. Si en vez de agua
estuviésemos rodeados de arena, esto sería Las Vegas.
A fuera un aire helado se cuela a través de los botones de
mi abrigo mientras asumo que tan solo soy un insecto. Por muy grande que me
crea, solo soy un insecto. Y de repente me invade un miedo absurdo a yo que se
qué y me aferro con fuerza a la barandilla y así me quedo un buen rato,
tratando de distinguir la línea que separa el cielo del mar. La proa del barco se
hunde como una cuchilla en su superficie causándole una herida que sangra
espuma, pero al cabo de unos cien metros ya no queda rastro alguno. El mar es
fuerte y sus heridas cicatrizan rápido. Me vuelvo adentro. No hay mucho más que
hacer o pensar en medio de tanta nada.
Las voces, los estornudos y el ruido de las monedas al caer
me devuelven a un mundo mucho más cotidiano. Las risas en el bar se vuelven
desmedidas a partir de la tercera cerveza y éstos siguen acurrucados entre
mantas: Will Smith ha hecho un pacto con el diablo y no envejece. Pasa el rato
y se nos acaba la batería del ordenador y los temas de conversación. De repente
suena la sirena que anuncia tierra. Ver tierra nos tranquiliza porque ya vuelve
a haber horizonte y con él, la inmensidad adquiere de nuevo una escala finita,
humana, relativa.
Se está haciendo de noche y mientras en el camarote el grupo bosteza,
fuera, sobre las olas, miles de estrellas se reflejan inquietas.
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